jueves, 20 de enero de 2011

A vueltas con la cultura


La historia de los siglos XIX y XX se vertebra sobre una guerra encubierta que ya intuyeron los jerarcas del nazismo y que no es otra que la Guerra de Guerras: Guerra de Culturas VS. Guerra de Clases.

Dos guerras mundiales y dos genocidios de por medio (el armenio y el judío) testimonian la victoria del belicismo cultural y la derrota de los presupuestos apátridas del internacionalismo proletario.

Sabemos que amplios sectores del obrerismo europeo se opusieron desde un principio a la escalada belicista que condujo primeramente a la Gran Guerra y con posterioridad a la II Guerra Mundial. Entre esos sectores, el papel de los anarquistas fue más que destacado, quedando al margen de los debates internos de la izquierda marxista, donde la lucha entre sectores belicistas y antibelicistas se hizo patente.

Más allá de esta oposición de la que hablamos, la historia bélica europea tomó cuerpo gracias a la traición a esos presupuestos apátridas a los que nos referíamos anteriormente de una socialdemocracia, gobernante ya en algunos países, que asumiendo el discurso integrador de los distintos nacionalismos burgueses, renunció al para ellos inalcanzable ideal de la fraternidad proletaria.

Por otro lado, la derrota de los proyectos revolucionarios en la primera mitad del siglo XX y la propaganda anticomunista, fortalecieron en Europa a los partidos reformistas que, amparados en el nuevo ideal del Estado del Bienestar, acabaron por levantar los cimientos socioculturales sobre los que se hubo de alzar la nueva clase media, caracterizada, antes que nada, por su renuncia al todo y su cariz aburguesado (nación, consumo y democracia).

Es precisamente en este contexto, cuando el proyecto pacificador de la mesocracia consiguió limar las características más sobresalientes de lo que llamaremos a partir de ahora culturas de clase (1), en el que buena parte de los sectores pequeñoburgueses y obreros abrazan un nuevo nacionalismo, tildado de izquierdas, que en algunos países plantará cara a estados consolidados como el británico o el español.

Este nuevo nacionalismo, que cuenta con sus propias mitologías y mártires, se consolidará a su vez con la praxis política de nuevos partidos y organizaciones de masas de carácter vanguardista que pretenderán liderar, consiguiéndolo en ocasiones, las distintas luchas sociales en las que el viejo movimiento obrero (apátrida, de clase y hostil a todo pacto con la burguesía) tendrá poco que decir. A su vez, el discurso nacionalista del que hablamos pone el acento en el papel resistente que las organizaciones del proletariado han de jugar en la defensa de los valores culturales (el idioma y las tradiciones) amenazados por el imperialismo extranjero (español, británico, francés, etc.). Estos valores culturales a defender por el proletariado (nacional y nacionalista al que nos referimos) son defendidos a su vez por las mismas burguesías que lo oprimen, asumiendo ambas clases un pacto a fortiori de paz social que se ha de levantar sobre la prioritaria defensa de los derechos nacionales del pueblo en cuestión. Esa lucha resistente de trabajadores y burgueses fraccionará a su vez a sus propias clases, generándose así un contexto propicio para que la fractura del proletariado garantice la preponderancia política y económica de las distintas burguesías en sus relativos contextos de dominación.

En ese sentido, la derrota de las culturas de clase viene dada también por la integración del proyecto emancipador del proletariado en una lógica revolucionaria que nada tiene que ver con él, y que pertenece a un ciclo revolucionario pretérito que podría remontarse a las insurrecciones nacionalistas de 1820 ó 1830.

Más allá de lo anterior, resulta evidente que el triunfo de las clases medias y el encanto de los nacionalismos no han podido derrotar completamente al viejo movimiento obrero, si bien es cierto que el contexto de capitalismo líquido en el que nos movemos en la actualidad impide la reconstrucción de esa cultura de clase heredera del XIX. No obstante, ciertos ecos culturales de buena parte de la juventud rebelde y las maneras de moverse en lo político de un sector de los trabajadores de las sociedades occidentales, nos hacen intuir la aparición de una nueva cultura, que llamaremos antagonista, cuya base sociológica es el nuevo proletariado (partiendo de una interpretación debordiana: el que no tiene las riendas de su vida), y que está caracterizada por la recuperación del deseo de querer conquistarlo todo (superación del capitalismo y el autoritarismo).

En este sentido, si somos conscientes de que todas las culturas mutan y se retraen, se expanden y se sincretizan, nuestra lógica resistente debe atender a defender no las características que como pueblo nos unen a aquel que nos pisa la cabeza, sino las parcelas identitarias que nos igualan con el resto de explotados, sean del país que sean o hablen el idioma que hablen.

Sólo si somos capaces de no dejarnos recuperar por ningún discurso burgués, sólo si somos capaces de levantar un movimiento contestario a nivel internacional que se vaya construyendo sobre la base de que, antes que nada, hay que plantarle cara al privilegio y al explotador, podremos construir una alternativa amenazante para el orden capitalista que impera en la actualidad.

(1) La cultura de clase podría ser aquella caracterizada por distintos signos asociados a la pertenencia al cuerpo social relacionado con el mundo del trabajo (una determinada manera de vestir, una jerga propia, unos tiempos, como la hora del bocadillo, comunes y característicos) y, por otro lado, por una praxis política diferenciada que se caracteriza por el belicismo antiburgués, por el antinacionalismo y, con distintos matices, la persecución de una sociedad socialista en la que el Estado, tecnología suprema de dominación burguesa, terminara por desaparecer.


Juan Cruz López

Nota: La imagen que utilizamos para ilustrar este viejo artículo aparecido en el número 348 del periódico CNT, viene del blog El norte de Irlanda. Se trata de Yob Aaron, un joven que fue expulsado de por vida del Celtic Park (campo de fútbol del Celtic de Glasgow) por apoyar al IRA.

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